Una de las ventajas de mi trabajo es viajar a sitios paradisíacos. En este caso, Bahamas. El hecho de haber estado trabajando durante semanas para un proyecto allí, no hizo sino alimentar las ganas de visitar el país, aunque con tanto trabajo no pude reparar en las actividades que podría hacer. Debido a que la visita iba a ser de pocos días e iba a tener tiempo de ocio reducido, me limité a confiar el disfrute a lo que Nassau me podía ofrecer y mi instinto me permitiera descubrir. Solo me hizo falta unos minutos en el avión para darme cuenta de que quizás había pecado de estupidez.
Fui uno de los últimos en llegar en el avión, y según entré percibí algo raro. La mitad de los pasajeros eran turistas rancios de película de serie B. Nada que no hubiera visto antes: camisetas de Disneyland, pantalones cortos docker anchos y chanclas de carrefour. Lo perturbador era el segundo tipo de pasajeros: hombres de negocios trajeados, gomina para exportar y un sospechoso tufo a Trump. Algo olía a Gurtel en ese avión.
En realidad, eso no fue más que el aperitivo de lo que encontré al llegar a Nassau. Después de atisbar playas paradisiacas, lo que encuentras es una población humilde desarrollada parcialmente, salpicada de complejos hoteleros y urbanizaciones privadas perfectamente separadas del entorno. El summum lo encuentras cuando llegan las avalanchas de turistas procedentes de cruceros mastodónticos, los cuales atracan en el puerto durante unos días, colonizan las áreas turísticas y las playas y se vuelven por donde han venido cargados de souvenirs y quemaduras de primer grado.
Y es que Bahamas acusa uno de los males de muchos países en desarrollo y, en este caso además, de ser un paraíso fiscal: movimientos de millones de dólares, los cuales no se materializan en mejoras en el país. Mi aventura comenzó con un atasco de hora y media, en la que por fin llegué a la primera reunión que tenía prevista con una media hora de retraso. Para mi sorpresa, fui el primero en llegar. La siguiente hora la pasé con el umpa lumpa de la oficina, o lo que es lo mismo, el informático. Todo para lograr establecer comunicación entre nuestra sala de reuniones y las de nuestros colegas en otros países, aunque por las complicaciones parecía que estábamos tratando de conectar con el rover de la Nasa que pasea por Marte. Al final, trabajamos con una calidad de señal pobre. Tan pobre que por la cámara, mis compañeros no eran capaces de reconocerme a pesar de que en la sala éramos 11 negros y yo. Mi otro compañero no pudo unirse al viaje ya que tenía gripe.
Los asistentes me preguntaron por el compañero que se ausentó debido a la gripe. Les expliqué que había epidemia de gripe en Europa y Estados Unidos, a lo que me respondieron con más preguntas sobre en qué consistía exactamente la gripe, ya que no tenían de eso allí. En ese momento no pude evitar sentirme culpable e imaginarme como un soldado colonizador del ejército de Hernán Cortés trayendo todo tipo de mierda bacteriana en mi cuerpo preparada para acabar con la feliz vida de aquellos isleños. Finalmente, uno de ellos asumió que probablemente acabaría llegando porque todo lo americano les acaba llegando a la isla. Es lo que tienen estos países tan desarrollados. Todo lo que mola lo exportan: apps para el móvil, netflix, la gripe…
De vuelta en el hotel, me entretuve viendo las opciones de ocio recomendadas. Y resultó que la más llamativa era una isla llena de cerdos. Es cierto que durante mis desplazamientos, no dejé de ver publicidad acerca de las distintas ofertas turísticas que hay en todas las islas, y con cierta recurrencia, se veían fotos de cerdos en uno y otro lado: caras de cerdos enormes, cerdos jugando en la playa, cerdos nadando con turistas sujetando cubatas o cerdos correteando entre los cocoteros. Tras un momento breve de confusión pensando en la posibilidad de que Bahamas tuviera algún tipo de producción jamonera, descubrí que Bahamas no es solo un paraíso fiscal, sino un paraíso porcino también. Las fotos de los cerdos venían acompañadas con eslóganes del tipo ¿quién querría nadar con delfines pudiendo nadar con cerdos?. Claro visto así, de manera tan contundente, uno no puede discrepar.
Finalmente, dejé la opción de los cerdos para otra ocasión y me limité a pasear por las playas cercanas a la ciudad. La aventura la cerré como la empecé, en una avión lleno de corbatas, gomina y, en este caso, turistas abrasados por el sol.