Aprender Árabe: Escucha y calla

Después de haber estudiado árabe unos meses en España, llegué a El Cairo y lo primero que me dijeron es que hablan un dialecto. Con el tiempo descubrí que no es un dialecto en sí, si no que el árabe clásico que enseñan en España es como si aquí enseñaran castellano antiguo o latín. La ventaja de aprender egipcio (o ameya) es que el resto de países árabe parlantes lo entienden, porque Egipto es como el Hollywood del Middle East. Tiene una industria cinematográfica muy grande y exporta cine y televisión al resto de países por lo que están acostumbrados a oírlo.

Árabe

Una vez sabido esto, cuando conocí a mi profesor de árabe decidí lanzarme a aprender egipcio. Nunca había dado clases particulares antes, pero me imaginé que, básicamente, consistiría en que el profesor llegara a casa, te diera la lección o te tutorase en el estudio y se fuera.  Resulta que aquí hay unas pequeñas diferencias. Por ejemplo, en el caso de mi profesor, que a pesar de ser joven es un poco conservador, no da clases a chicas en pisos a no ser que haya algún otro alumno varón. Si da clases a chicas tiene que ser en un sitio público. El resto de costumbres las vas viendo con la experiencia.

En mi primera clase de árabe en casa todo transcurrió según lo esperado, hasta llegado cierto punto en el que mi profesor dijo que hacíamos un descanso de 5 minutos. Para rezar. Me preguntó que si me importaba, a lo que por supuesto dije que no. En ese momento entró en el bañó y después de unos minutos, salió del lavabo enjuagado. Yo seguía asintiendo con la misma sonrisa que se le queda a una vieja después de su sesión de botox semanal. Ahí lo tuve, 10 minutos tirado en el suelo de mi salón sobre un trozo de alfombra que trajo en la mochila. Yo haciéndome el moderno, seguí como repasando la lección, mientras de reojo le miraba. Me imaginé a mi mismo mirando cual señora escandalizada que se entrecruza la chaqueta e intenta fingir naturalidad.

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Después del shock de la primera vez, eso ya es algo natural. Aunque las anécdotas no paran de sucederse. En general, nos reímos muchísimo en clase, aunque a veces es por malentendidos. Como cuando estudiando las partes de la casa le dije que en el trastero nosotros guardábamos las cosas viejas como a nuestros abuelos.  O como ayer, que casi provoco otra oleada de asaltos a embajadas occidentales, cuando se me ocurrió decirle a mi profesor (miembro de los hermanos musulmanes), que mi abuelo tenía un perro llamado Mustafá (aquí conocido como Musdáfa). Su cara cambió repentinamente y me impuso de la misma manera que lo hacía mi odiada profesora de historia del colegio. Me dijo que era un nombre sagrado por ser el del profeta, al igual que Mohamed o Mahmud y que no se podía usar de esa manera, que aquí estaba prohibido. Creo que le pareció aún peor el hecho de que fuera el nombre de un perro, ya que aquí, normalmente, son vistos con desprecio. Quizás si mi abuelo hubiese tenido un gato hubiese suavizado la situación. La única manera de salir de esa fue decirle que mi abuelo había tenido tres hijas y que le encantaba el nombre ,y que se lo puso a la siguiente cosa que más quería que era su perro… no sé si le convenció, pero por lo menos el resto de la clase volvió a ser distendida, con el tono que normalmente usamos.